Colp a Colp: Lo que perdimos con el streaming.
Un breve repaso por la trayectoria reciente del mundo digital.
El día 1 de septiembre,
publicaba en un interesantísimo artículo, Estoy cansado de que la música sea sólo "contenido" y temo haber perdido esta batalla para siempre, en el que hablaba de las implicaciones del modelo del streaming y los algoritmos en nuestro consumo cultural. De entre todas las cosas que plantea, que son muchas y muy interesantes, destaca, a mi parecer, la idea de batalla. En efecto, parece existir una lucha entre un nosotros, la gente corriente, y un ellos, representado por la gran industria cultural y del entretenimiento digital. Pero, ¿En qué consiste dicha batalla?Cuando internet llegó a nuestras vidas, este momento varía pero yo lo voy a situar en la segunda mitad de los 90, llegó como un espacio no mediado por los sistemas de control social tradicionales. Se erigía como un lugar impreciso, a la izquierda del dial, al margen de los medios de comunicación, al margen de los sistemas de significación tradicionales y, sobre todo, fuera de la lógica de autoridad que impera en el mundo físico. Daba igual quien fueras al otro lado de la pantalla, en la red, éramos todos y todas iguales. Este aspecto es, en parte, el que luego criminalizaron en la llamada ley mordaza bajo el concepto de anonimato, aunque esta es otra historia que requiere un análisis mucho más profundo. Internet, pues, un espacio libre, si, pero también era indómito. Las personas que lo habitaban, eran gentes de convicciones fuertes y con una voluntad, consciente o inconsciente, de subvertir el orden. A veces, mejor organizado y otras menos, pero siempre demasiado poco rentable como para interesar a ninguna empresa grande. En esencia, en internet, todo era libre, colaborativo y compartido. A nivel simbólico, este último aspecto se encuentra muy ligado a la idea de la reproducibilidad técnica y genera una manera de entender el mundo que colisiona, directamente, con lo físico: compartir un archivo implica, obligatoriamente, la copia exacta del mismo, sin merma de calidad. Donde antes había uno, ahora hay dos y así, exponencialmente. Como enunció Stallman en su famoso ensayo, en los primeros 90s, la información quiere ser libre y vaya si lo iba a ser.
Mientras en la red solo hubieron nerds ultra punkies compartiendo libros escaneados, papeles desclasificados, canciones lo-fi grabadas en algún sótano de Illinois o de Siberia, pedazos de código extraídos por ingeniería inversa o construyendo un sistema operativo (que hoy está detrás de Mac OS y Android, entre otros), mientras solo se usase para colgar rumores, hacer listas de correo y cosas por el estilo, a nadie, con dinero, le interesó realmente la potencialidad de la red. No obstante, todo esto cambió con el paso de una red unívoca a una bicanal, lo que se suele llamar el paso de la web 1.0 a la 2.0. Antes, ya había habido intentos, como la burbuja de las .com, pero nada tan serio como la irrupción de las llamadas Redes Sociales. Ahora los intercambios ya no solo eran de ida y en diferido, eran de ida y vuelta y en tiempo real. La información empezaba a circular libremente por lugares no tan libres y, sobre todo, explotables económicamente. Google compró Blogger, apareció Facebook, se fundó Twitter e internet pasó a ser una amalgama de campos colindantes de diferentes corporaciones con un mayor o menor tamaño. En la historia económica tradicional, este proceso, que es el mismo que sirve de origen al capitalismo clásico, recibe el nombre de enclosure: poner puertas al campo, establecer mis fronteras, imponer un marco de interacción y monetizarlo. Castells, lo dejó claramente expresado en su monumental La Sociedad Red, cuando acuñó el concepto de la era del informacionalismo, frente al capitalismo clásico claro. El régimen de acumulación pasará a ser el intercambio de información, tanto los canales, como el volumen de la misma y tanto la compra venta de bienes y servicios. De esta forma, casi sin darnos cuenta, internet se fue fragmentando en pequeñas fronteras y las diferentes empresas actuarían como contrabandistas, controlando un camino y obligando a otros a pagar peajes.
Este proceso fue, poco a poco, transformando el mundo de la cultura, engañada por las mieles de la publicidad dirigida. Como Grommash Hellscream cuando toma la sangre del demonio en el trono de Kil’Jaeden, la promesa de conquistar internet venía con el veneno de convertirse en súbditos de los algoritmos y los designios de las redes sociales. La prensa se sumió en una crisis en la que aún está inmersa, al inundarse todos los muros de todas las redes sociales de sus contenidos de forma gratuita y, la mayor parte del tiempo, contra sus propios intereses. Esta misma situación se empezó a vivir en el mundo de la cultura, que verá como la mayor parte de sus contenidos será compartida, de forma gratuita, en descarga directa, en redes P2P y en los muros de miles de redes a lo largo y ancho de la red, convirtiendo en global una tendencia, la pirateria, que hasta entonces era marginal y, a la vez, cediendo cualquier relevancia en la prescripción y la selección de nuevos valores. Este es el contexto en el que se dictó la DMCA, en el que Metallica emprendió aquella batalla contra Napster, la primera de un sinfín de guerras que nos ha dado momentos estelares, como el FBI tomando la web de megaupload. A partir de aquí, ya estaba todo perdido. Llegaron el iPhone y el iPad, llegaron Apple y Amazon, Netflix y, sobre todo, llegó el streaming y, con él, llegó Spotify. Verde, de nuevo, como la sangre de Mannoroth.
Este fenómeno, además, tiene como protagonistas a unas cohorte de edad muy concretas, cuyas características generacionales son primordiales a la hora de comprender la verdadera profundidad del proceso de transformación. En concreto, se trata de aquellas personas de la Gen X tardía, hasta la Gen Z primeriza, que ya estaban acostumbrados a moverse en un contexto global. Autores de la talla de Carles Feixa o Henry Jenkins, ya adelantaban con una claridad pasmosa esta circunstancia al señalar la importancia de la MTV, entendida aquí como un símbolo cultural global, en la identidad de estas generaciones. Nevermind, además de representar la apertura de la veda de la caza de la escena underground, otro espacio hasta el momento al margen de las corporaciones y del que hablaré en otro momento, es uno de los símbolos más representativos de la emergencia de una cultura única, global y de escala planetaria que se aleja (poco, nos diría Bourdieu) de la clase como elemento de distinción y se encuentra ligado a otros aspectos relacionados con la edad, la adhesión o la identificación identitaria, como elemento de explotación económica por parte de la industria cultural. El camino, por tanto, hasta el reggaeton, lo latino, el trap, Spotify, el Barça y Rosalía, ha ocurrido de forma completamente natural y sin demasiada resistencia.
Esta es, en última instancia, la batalla de la que habla
en su artículo. El resultado, la conversión de la cultura en contenido, lo explica mucho mejor que yo y no creo que haga falta incidir. La conclusión, por otro lado, parece clara: nos han arrebatado la cultura, lo han rellenando con una serie de productos alrededor de los que posicionarnos identitariamente y se han preocupado de que nos resignemos. Esto es lo que hay. No es más que una estrategia de marketing, una manera de optimizar los recursos de una industria cultural débil y en crisis. No hay más, que la voluntad de extraer lo máximo posible, gastando lo mínimo indispensable. Insisto en este punto, porque hay quien señala una supuesta dominación de las elites, que imponen su criterio indie para socavar expresiones populares. Patrañas ¿Acaso alguien puede creerse que la Torre Picasso es indie, en algún sentido? Lo indie es militancia política, es compromiso con la cultura y con una manera concreta de entender el mundo, no es un estilo de música.En fin, retomando lo que venía diciendo, es importante tener claro que cuando nos referimos a cultura, no nos referimos a consumo, esta es la que ahora llamamos contenido, me refiero a una cultura mucho más grande. Es esa que funciona como cadena de transmisión de valores, esa que construye un cuerpo social y nos permite imaginarnos y construirnos como seres sociales de una forma libre y autónoma. Esa, capaz de alumbrar personalidades resistentes y que funciona como acicate de la propia estructura social. Esa que conmueve con mensajes complejos o que enamora por la profundidad insondable de su esencia. Esa que, en última instancia, nos sugiere cosas y nos invita a seguir buscando respuestas porque no es un fin en sí misma. Y esto ha ocurrido, en parte, porque las identidades culturales tradicionales presentan una mayor resistencia a la homogeneización y, por tanto, no son tan rentables en términos de explotación. Es decir, la transformación de la cultura en contenido no solo nos aliena de aquellas cosas que nos gustan, a través de algoritmos que apuntan todo el rato en la misma dirección, sino que generan un gusto concreto y, sobre todo, nos convierte en pequeñas unidades de explotación económica, todos y todas iguales. Pasito a pasito, suave, suavecito. Vamos, no hace falta viajar en la Nebuchadnezzar y pelear contra las máquinas, para estar en Matrix.
Resistencias a este proceso, han existido siempre. Ya en los albores, personas de la talla de Richard Stallman, Linus Torvalds o Pekka Himanen señalaron caminos alternativos y adoptaron medidas más o menos combativas para evitar el enclosure de internet. Al calor de estos, emergen movimientos como el software libre, el GNU, las redes P2P y un sinfín de aplicaciones que permiten saltarse los muros de pago, acceder a los contenidos o compartir archivos sin límites y siempre como una forma de resistencia. Es difícil explicar, desde una lógica capitalista como funciona todo esto, dado que suele ser altruista y escapa a la idea de remuneración clásica. Sin embargo, el objetivo último es claro y evidente y coincide con el mismo de siempre: subvertir el orden establecido a través de la colaboración, a través de compartir y, sobre todo, a través de pensarnos como una comunidad. Som ment eixam. Es la misma lógica que mueve el movimiento DIY en la escena underground norteamericana (y general) durante los ochenta y los 90 y que tiene en Ian Mackaye un gran referente. No se trata de robar, se trata de militancia, no se trata de gratis, se trata de libre. Como decía Orxata en Colp a Colp: el hacker no baixa al poble, el hacker es poble ell mateix y, nosotros, también.
Llegados a este punto, me parecería normal que la persona lectora se empiece a preguntar el sentido de todo esto. Pues bien, originalmente mi voluntad era la de compartir mi experiencia saliendo de la lógica de los algoritmos y exponer cómo recuperé mi amor por la música, como volví a experimentar la sensación de elegir y escuchar un disco, como me he reconciliado con lo digital al conseguir que trabaje para mi y no al revés y, sobre todo, hablar de hardware y exponer mi setup, como prueba de que hay vida tras el espejismo de Spotify. Pero, para mi, era muy importante exponer el contexto, ya que no hacerlo, implicaba restarle potencia y significado. Hoy, más que nunca, This Machine Kills Fascists, ahora, sabéis quienes son y qué cara tienen.
La semana que viene, os explico como lo he hecho yo.
Ah! y no dejéis de leer el artículo de
, de verdad vale la pena.y, en efecto, la portada está hecha con Chatgpt porque hay que disfrutar las contradicciones