#05/50.Antònia Font - Batiscafo Katiuskas (2006)
La música como elemento vertebrador de la propia identidad.
Ya sabéis, esta semana también tenía intención de abordar de una vez ese temazo tan sideral como atemporal que es One Armed Scissor, el alfa y el omega de toda una generación entera de músicos y una propuesta que, aun hoy, resuena en tantos y tantos discos. Ese sonido, inteligente, duro y completamente roto, aún puebla muchas de mis excursiones y, en general, sigue tan vigente como moderno fue hace 25 años. Pero, en el último momento, he decidido que no, que mejor hablaba de Antònia Font y de lo importante que es la música en la propia construcción de la identidad personal. De hecho, voy a hablar de Antònia, porque creo que musicalmente son más ricos y tienen un recorrido más interesante, aunque este post podría ir dels Millors Professors Europeus y me quedaría igual de satisfecho, pero tengo que hablar de uno, y Wa Yeah! es, y será siempre, mi canción más escuchada en Last.fm. Y eso que no me gusta el pop, no me gustan los sintes, no me gustan las voces e ignoro las letras.
Corría el año 2006, en València, y yo acababa de entrar en la facultad. Esto es una verdad a medias, porque había entrado un par de años antes. Otro día, cuando hable de Toxicity, puede que decida abordar cómo llegó un punto en el que tuve que elegir, y ganó la Sociología, pero no será hoy. El caso es que llevábamos más de diez años de Partido Popular (y aún quedaban otros tantos), la crisis aún no había estallado y València era una fiesta. Era una fiesta, claro, si jugabas a su juego. A poco que te salieses de los caminos preestablecidos, la violència era de un calibre difícil de explicar con palabras. Las miradas de reprobación, el correr huyendo de los nazis y lo acotado de sus estándares: el GAV, el Opus, saluda la Curva Nord, gentola en definitiva. En resumen, la violència era el pan nuestro de cada día. Tanto que yo, que nunca fui una persona demasiado abocada al tema de la lengua —vengo de una familia castellanoparlante, y militante en esto, además—, me fui viendo cada vez más en el margen y, poco a poco, esta lucha se terminó convirtiendo también en la mía. Tenía claro que yo no me iba a poner una pulsera con una bandera de España; mis abuelos fueron ajusticiados de una manera u otra en la Guerra Civil, pero mi camino no era, ni mucho menos, el dels Països Catalans, como terminó siendo. Sin embargo, no llegué a sacarme el C1 de catalán por esta razón: las causas fueron otras mucho más sencillas, humanas, mundanas incluso. Llegué a todo esto cuando me vi forzado a construir una identidad que me resultase cómoda y en la que me reconociese, al menos en ese momento de mi vida.
Iba a contar la historia de cómo aprendí a hablar en catalán en la tele viendo Dragon Ball y Ranma, en la TV3, cuando Acció Cultural aún tenía el repetidor que la GVA tiró por sentencia judicial. Cómo, desde una familia castellanoparlante, conquisté este pequeño espacio de rebeldía y autoafirmación. Iba a hacerlo, sí, pero, al escribirlo, me he dado cuenta de que esta pequeña historia, en realidad, es muchísimo menos relevante de lo que yo la viví. Es curioso, porque para mí, que soy un converso, el acto personal, político y militante de tomar la decisión de hacer mío el catalán —som el català parlat de cadascú, que cantaban At Versaris en ese spot de la CUP que me hizo creer en tantas cosas— implica negar toda mi educación y, al contarlo, se queda en un simple “me he sacado el C1”. Quienes estamos en la cúspide de los privilegios siempre esperamos que nos reconozcan cosas que no son gestas: son pura y simple normalidad. Y es que aprender catalán y ser competente en esta lengua debería ser algo completamente normal. Espero que llegue el día.
En el año 2009 me fui de Erasmus a París y estuve rondando por Francia, entre unas cosas y otras, un buen par de años. Haciendo cosas. El caso es que, cuando entré en la ciudad de París con mis maletas —las mismas que más tarde me llevaría a Ecuador—, me senté allí, en la Gare d’Austerlitz, a fumarme un cigarro y pensar. Es impresionante lo pequeños e insignificantes que podemos llegar a sentirnos. Allí estaba yo, como en el principio de Nada, sintiendo exactamente eso: nada. Con cada calada me iba consumiendo un poco, y una parte de mí se iba quedando allí aparcada. Tirada. Ya no dependía de mis padres, ya no me tenía que plegar a unos horarios que no eran los míos, ya no me tenía que comer la comida pensada por otras personas, ya nadie me iba a decir qué tenía que hacer o cuándo. Nada. En aquel banco me senté a tomar posesión de mí mismo. Aquel cigarro fue un acto solemne, un compromiso con mi persona. A partir de ahora, dependes de ti. Me fallé a mí mismo, y aún quedaban muchas cagadas, pero aquel momento lo recuerdo como el momento en el que de verdad me hice mayor. Tenía 23 años y estaba en París. Soñaba con ver a System of a Down en el Bataclan y, de repente, dejé de saber quién era, porque había decidido conscientemente romper todos mis referentes hasta el momento y volver a empezar. Para mí, mi Erasmus fue una de las mejores épocas de mi vida, aunque no me fuese de fiesta. En vez de eso, me dediqué a recorrer París de arriba abajo. Era tal el nivel de cosas que tenía para ver que emborracharme me parecía una pérdida de tiempo. Me compré unos Cheap Monday —que aún me caben— y una mochila Fjällräven, y leí cómics y libros por encima de mis posibilidades. Incluso fui al cine a menudo, aunque fuese solo. Me gustaba mucho ir al cine de Odéon y luego ir a tomarme una cerveza a la cafetería de enfrente o ir a cenar al sitio de ostras y patatas fritas en Grands Boulevards, al lado del Pathé. Incluso, en una anécdota de lo más absurda, me crucé con los Manel paseando por la Fnac de Odeón y les pregunté: Hola, vosaltres sou els Manel? Es curioso, pero hacía muchísimos años que no verbalizaba esto.
Poco a poco, me iba deshaciendo de todo, sí. Pero la identidad no es nunca tan fácil de vertebrar y, en algún momento de todo este proceso, empecé a echar de menos. De repente, bajo aquel cielo plomizo, aquellas mañanas de frío extremo, escuchando esa lista de Spotify de pago que tenía entonces —y dejé de tener después, cuando llegó iTunes Match—, poco a poco me fui reconstruyendo. Aún tengo guardada la lista, por puro fetichismo emocional, ducha se llama, compuesta por cuatro discos que escuchaba en bucle todos los días, a veces en shuffle, a veces no: uno de un grupo que no voy a decir, El Batiscafo y 10.000 milles, que acababa de salir, y el de Eddie Vedder, Into the Wild. De repente, el catalán ya no era solo politica, ya no era solo un idioma desconocido o esa batallita de los pesados de los “catalas”. Se fue, poco a poco, convirtiendo en mi hogar. Yo empecé a formar parte de un nuevo todo mucho más grande, a medida que iba siendo capaz de descifrar los versos de esas canciones cantadas en mallorquín y de pronunciación imposible:És carrer blanc de sol, és meu cos a damunt, per exemple, és teu llit de penombra i llençols amb es termo espenyat. Yo también tenía el termo roto. Jo no sabia que també me donaries manuals de geografia, cent dillunsos a un dibuix. Vale, esta no es de este disco, pero es tan bonita. Además, yo tampoco lo sabía. Jo tampoc no sabia que estava arribant al final d’un procés personal molt més gran i del qual en sortiria no, només canviat, completament diferent. Todo se iba desmoronando, pero también se estaba construyendo una nueva identidad que todas estas canciones hicieron posible y sin la que yo, hoy, no estaría aquí escribiendo esto.
El disco, en si mismo, no es que sea excepcionalmente maravilloso. Si me preguntan, es un pop que se mezcla con elementos electrónicos un poco del montón. Pero, al menos, de mi montón. Para mí, destaca todo el universo que despliegan en sus canciones, siempre al servicio de un mensaje que es tan críptico como rico en su diversidad repleta de imágenes de lo mas marcianas y de referencias inteligentes y capaces de atraer toda tu atención de una forma única. De esta forma, en el imaginario de Antònia Font, todo es absolutamente plausible: se mezcla lo cotidiano, lo de todos los días —como la imagen que he comentado del termo—, con cosas fantasiosas, como el cosmonauta Joan o el tauronet petit que balla amb son pare i sa mare. Cualquier cosa es posible si te lo cuentan ellos y eso, a mi juicio, hace que sean absolutamente adictivos. Al principio, cuando no entendía las letras del todo, me inventaba las partes y rellenaba los huecos, lo que terminaba convirtiendo los temas en una especie de locura cada más increíble. Aunque, a medida que yo fui siendo capaz de entenderlos, este aspecto fue desapareciendo, aún me sigue gustando asomarme al mundo de Antònia Font con esta idea. Es como viajar, pero viajar a mi casa. Y esa casa no es València, o no es el País Valencià: es mi casa. La que yo he construido, y en la que las historias del grupo son. Son, en todo nuestro ser.
Con todo, tanto Antònia Font como Manel vinieron a rellenar un hueco que yo necesitaba en ese momento, y el regalo que me hicieron es mucho más que una serie de discos muy buenos que me han acompañado en todas y cada una de las aventuras que he emprendido. Lloré con Viure sense tu, cuando la letra tuvo un sentido real y físico; lloré con Wa Yeah!, me he emocionado escuchando Captatio miles de veces, y me he reído con la letra de Roma. Pero también me ha hervido la sangre de rabia con canciones como Corbelles o Cap per avall, y he tomado decisiones vitales y militantes al son de letras como Ofensiva Tutupà.
Con esto, lo que pretendo poner de manifiesto es que experimentar la música, muchas veces, nos cambia y nos transforma de formas que resulta imposible prever. Quien crea que la música solo es eso que escuchamos de fondo mientras hacemos cualquier otra cosa, está muy equivocado. Aunque pretendan quitarle el poder emocional y transformador que le es propio, la música —del tipo que sea— nos cambia y nos moldea y es fundamental en la construcción de nuestras propias identidades. Al menos, yo no lo concibo de ninguna otra manera, y es increíble la cantidad de cosas que he aprendido a través de, sencillamente, este ruido eterno que me lleva acompañando todo este tiempo y sin el que seria incapaz de explicarme, a mi mismo, el mundo que me rodea. Porque todo, siempre, está en alguna canción, incluso mi relación con mi tierra y mis raíces, tanto, que conseguí hacer mío algo que me era tan ajeno como una lengua que ni siquiera era capaz de hablar. Tal es el poder de todo esto. No lo desperdiciemos.
Encara que jo sigui un trol i ella una elfa de la nit, ens ha costat déu i ajuda arribar fins aquí.


Hermoso texto :)
Muchísimas gracias ❤️☺️